Por qué voy a marchar
- Gabriela Martínez Ulloa

- 7 mar 2023
- 3 Min. de lectura
Cabe decir que, siendo oriunda de la caóticamente fantástica ciudad de México, mis sentimientos ante las protestas públicas son antagónicos. A pesar de haber aprendido sobre la historia de los movientos sociales, los continuos maltratos que da la capital a sus habitantes han hecho que tome la postura del vencido. Recuerdo alguna vez, ser profundamente conmovida por las lágrimas de las madres de Ayotzinapa. En esa ocasión, las familias de las víctimas pararon las carreteras para exigir al Estado el paradero de sus hijos; ocho años después y no han podido enterrar sus cuerpos. También vi a madres de toda la República salir a suplicar por justicia ante la ola de violencia que desató una supuesta lucha contra el crimen organizado y los números de las víctimas siguen creciendo. En febrero de este año, miles de mujeres se manifestaron para protestar contra las leyes recién aprobadas que restringen al instituto electoral del país y hacen improbable la equidad; en respuesta, el presidente convocó a sus seguidores a apoyarlo en una marcha, por la fuerza de su movimiento.
De las marchas de las mujeres ni les digo. Hijas del movimiento social del 68, la segunda ola feminista en México vio el florecimiento de varios grupos militantes desde donde se promovieron avances en materia de educación, trabajo remunerado y el reconocimiento de la violencia de género. Pero mientras más avanza la labor por la creación de políticas públicas que realmente se enfoquen en reducir problemas sociales, los índices de violencia hacia las mujeres incrementan alarmantemente y evidencian un Estado en el que la vida de las mujeres no importa.
En las marchas de los últimos años, las calles se han inundado con las voces de miles de mujeres que cantan los nombres de sus hijas asesinadas. La respuesta de una sociedad que le rehúye al cambio es criticar a la minoría desesperada que recurre a la destrucción y a la pintura para incomodar a una ciudad en donde ya nada nos mueve. Y mientras los que no comprenden critican, los nombres se siguen sumando: Adriana López salió de noche al bar con sus amigos y al día siguiente estaba muerta, Lidia Gabriela Gómez estaba siendo secuestrada en un taxi y murió al tratar de escapar por la ventana, Mónica Citlalli Díaz no llegó un día a dar clases a la escuela donde trabajaba y su cuerpo apareció tirado en la carrerea seis días después. ¿Cuántos nombres se tienen que cantar, para que los escuche el Estado? El feminicidio es un crimen que nos ataca a todos; no discrimina en fe, postura o circunstancia, basta ser mujer para convertirse en presa.
En México de hoy, el movimiento contra la violencia a la mujer es la única oposición real a esta administración. La reacción condescendiente del presidente y su comitiva después de las marchas han afectado su puntaje de aprobación como ninguna otra cosa. Esta lucha por nuestras vidas está construyendo un poder transversal que representa a la mitad del país. Y si hemos aprendido algo con las víctimas de Juárez, es que las muertas pueden apilarse por montones; escritores de terror y directores podrán contar sus historias, pero el problema sólo se agrava. La tragedia colectiva se está replicando por todo el país causando una epidemia. Necesitamos solidarizarnos.
Por eso voy a marchar, para ejercer mi derecho constitucional de manifestar mi horror y descontento, para acompañar a las mujeres que cantan los nombres de sus hijas y sumar una voz más a un movimiento al que nos debemos unir todas si no queremos seguir cantando. Por eso voy a marchar, para caminar detrás de las víctimas de violencia y ser una más en las fotos, hasta que seamos tantas que no haya manera de callar esa evidencia. Voy a marchar para hacerme presente. Voy a marchar para gritar: ¡ni una más! y poder desahogar en público el enojo, la tristeza y el pánico que tengo cada vez que escucho alguna de las mil historias de feminicidio en México.







Gracias
Excelente como todo lo que escribes.