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Siete, siete, siete, una víctima de la trata

  • Foto del escritor: Gabriela Martínez Ulloa
    Gabriela Martínez Ulloa
  • 13 ene 2023
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 24 mar 2023




Siete de junio. Es de noche y Enrique acaba de salir. Lo sé porque distingo el ruido de la cerradura en la puerta. Yo en el pánico habitual apunto la hora en mi diario con todas las demás fechas.


Hoy estuvo aquí todo el día, borracho. Afortunadamente se quedó tirado en el sofá de la sala. No quiero salir a lidiar con el caos que debió dejar en la cocina. Mi cuarto, como siempre, parece un hospital esterilizado. Desde que paso tanto tiempo sola, la compulsión al orden es la única manera que encuentro de mantener la sanidad.


Lejos están los días desconsolados en los que lloraba cuando Enrique se iba. Apenas cumplía catorce y el vacío interior con el que cargaba hacía que todo lo confundiera con amor. Recuerdo el momento en el que entré al edificio número siete de la calle Fortuna por primera vez. Entonces pensaba estar enamorada y no me importó intuir que no volvería al mundo de los demás. Hubo muchas malas señales que no pude escuchar, por eso ahora pongo mucha atención a los detalles.


Antes podía dormir todo el día sin problema. Cuando era niña, la esposa de mi padre se quejaba constantemente del tiempo que pasaba en la cama. Es imposible recostarme sin asociarlo con dolor. Prefiero dormir en el reclinable que está en la terraza del departamento. Me recuerda el aire que entraba por todas partes en la recámara de mi infancia y el pequeño espacio que tenía en el colchón que compartía con mis hermanos. Juan, el más grande, fue el primero que me hizo saber que estar acostada me hacía más vulnerable. Nunca volví a descansar igual. Ahora tomo algo cuando quiero soñar y no me entero de nada por horas.


Nunca sé cuándo regresará Enrique de su errática rutina de violencia. Sé que estoy aquí para atenderlo. Después de todo, mi absoluta falta de resistencia y tenaz empeño para limpiar me han salvado la vida. En un principio, no fue así. Enrique me había traído igual que a las otras chicas para vender mi cuerpo. Entonces fue cuando el alma empezó a escaparse de mí y necesité las primeras pastillas para no matarme.


En este departamento no viven más chicas. Solo estamos él y yo. A menudo trae niñas, pero yo sé que debo quedarme en el cuarto con mis pastillas y no molestar. En los años que he estado con Enrique he vivido en varios departamentos en el mismo edificio de la calle Fortuna. Antes nunca estaba sola. Pero hace varios meses que me trajo aquí a vivir con él. Es el departamento más chico y el único que está limpio aunque las cucarachas a veces crucen las paredes. Aquí, por lo menos casi siempre hay algo de comida en el refrigerador, pues conmigo ya no se ocupan las prácticas de sumisión que usa con las demás.


Hace mucho tiempo dejé de imaginar que tenía derecho a ser. Antes incluso de conocer a Enrique.


Cruzando medio pasillo alcanzo a evaluar el desastre. Hay pocas botellas abiertas y por algunas de las prendas sé que no estuvo solo. Probablemente dos o tres invitadas jóvenes y varios hombres. Nada con lo que no haya lidiado antes, por lo que sigo mi camino a la cocina a checar el único reloj de la casa cuando encuentro la primera mancha.


El camino salpicado sobre la cerámica lisa del piso me permite distinguir pedacitos de carne en forma de coágulos que me predestinan a suponer el escenario. El horror que me provoca ver la cantidad de plasma rojo que mancha el excusado es superado por la visión del sufrimiento a través de las huellas de una palma que marcaron su desliz sangriento en la pared.


Conozco ésta historia. La he vivido muchas veces. Es el efecto de los tés que las chicas consiguen para detener lo más preciado. Lo sé porque lo he tomado varias veces. Enrique me lo dio por primera vez hace años, ya teníamos un hijo juntos. Nunca pensé que sería mi método anticonceptivo. Él nunca quiso usar condones. “Eso déjalo para los clientes”, me decía.


Al niño nunca lo veo. Lo tuve conmigo en la cuarentena y un tiempo me trajo algunas fotos. Después de la última golpiza, dejé de preguntar.


Fijo mi atención en las marcas de las manos en la pared y decido medirla con la mía. La mano es más chica y estoy segura mucho más joven. El sólo contacto con la imagen me conecta con la víctima y su dolor. Alcanzo a imaginar una mirada infantil, asustada y pienso en mi hijo. Pienso en que debo salir a buscarlo, salir a denunciar a Enrique y liberar a las otras mujeres. Pienso que esta cadena de sufrimiento debe parar.


Esta vez no me detengo a fraguar un plan y quiero salir del baño corriendo. Me tropiezo con el trapeador y me abro el labio en el marco de la puerta. Dejo una mancha de sangre. Seguro pasará inadvertida en el conjunto de horrores que se asoman de la taza. Me levanto y busco el zapato que se escapó en la caída. No tengo tiempo que perder. Corro hacia la sala desorientada por los efectos de la ansiedad. Se acorta mi respiración mientras se alargan los pasillos. Me detengo a tomar aire y volteo a la pared de la cocina. Tengo que detener el aliento, pues el dolor del pecho me entume las piernas. Son las siete en punto. De inmediato lo comprendo y me dejo caer al piso cuando escucho el rozar de los metales entre la llave y la cerradura de la puerta.






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©2022 por Gabriela Martínez Ulloa Torres

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