Capítulo 6 Los quince
- Gabriela Martínez Ulloa

- 2 oct 2022
- 8 Min. de lectura
El día de la fiesta nos arreglamos en mi casa. Maite nos maquilló sólo a nosotras; a Sofy no le gusta como nos pintamos. Le parece que es demasiado exagerado porque según ella usamos el maquillaje para disfrazarnos. Tampoco le gusta usar filtros en sus fotos o posar. Así de radical es para todo. Cuando estábamos en el baño a solas, Maite me pidió que no fuera a gritar y me confesó:
“No le digas a Sofy, pero ya besé a Diego.”
Yo no hice ruido, pero sí cara de emoción. “Gracias por contarme. ¿Qué se siente?”
“Bien...lindo, pero luego un poco mal.”
Maite no sólo me pintó, sino que me peinó lindísimo y me ayudó a escoger los mejores zapatos. Tiene tan buen gusto, hace los mejores atuendos con la poca ropa que le compran. A veces la cachamos que le roba suéteres a su mamá.
Después de un rato le pregunté: “¿Por qué mal?”
“Porque no somos novios aún. No me ha pedido.”
“Y eso qué, seguro te pide.”
“Espero,” respondió: “acuérdate de Sabina.”
“Eso no te va a pasar a ti. Además, lo que hizo Sabina fue mucho más grave. ¿Le mandaste fotos?”
“No, cómo crees, no estoy loca. Además, Diego es un caballero y jamás me lo pediría.”
No le quise recordar que cuando estábamos chicas eso pensábamos de Benjamín.
En realidad, no estaba preocupada. Sabía que le pediría porque yo le había ayudado a escoger la pulsera que le iba a dar en la fiesta. Esta vez Sofy y yo tomamos la decisión de no andar de metiches porque ya parecíamos aves de mal agüero.
Al final la hice prometer que cuando fuera novia de Diego no iba a dejar de hablarme. Ya con haber perdido a Lucía tenía suficiente. Ella levantó la mano y entrelazamos los meñiques como hace años no hacíamos.
Qué suerte que vamos juntas. Después de la última, mi mamá tuvo que decirle a la suya que iba a estar en la fiesta todo el tiempo y le prometió que se aseguraría de que no tomáramos ni una gota de alcohol.
Mis papás subieron dos veces a apurarnos porque Maite decidió probarse casi todo mi closet para acabarse llevando lo que usaba al principio. Le encanta ponerse mi ropa, pero nunca sale de mi casa con cosas prestadas. A veces pienso que lo que le gusta es saber que a ella todo se le ve mejor. Todo menos mis tacones; la pobre camina como perico en pavimento cada que los intenta usar.
Llegando a la fiesta, entramos con mis papás directo a la sala grande. Estaba adornada con todas las flores que le habían mandado a Lucía. Lu, su mamá nos dio la bienvenida:
“Qué bueno que vinieron. A Lucía le va a dar mucho gusto.”
Yo no estaba tan segura y entre nosotras intercambiamos miradas de ojalá.
En el pasillo había un enorme ramo de alcatraces que estorbaba el paso a la cocina. Pocos sabemos que son sus flores favoritas.
“Lucía escogió el lugar para ponerlas,” le dijo Lu a mi mamá.
Las dos se quedaron viéndose a los ojos medio minuto y después asintieron juntas.
“¿De quién son?” preguntó la mía.
“Eso, como otras cosas últimamente no me lo quiso compartir.”
Las mamás volvieron a asentir y a la mía le tomó un segundo señalarle con los ojos que volteara a ver mi atuendo. Estas mujeres nomás no saben disimular.
“Los jóvenes están en el jardín,” nos dijo Lu, así que entendimos que podíamos saltarnos la ronda de saludar a los demás adultos.
“Es por aquí,” le indiqué a Sofia que se extrañó con la confianza con la que me movía por la casa. Salimos por la cocina, después de que Sofy casi tira el arreglo y ahí me topé con Rosita.
“Qué grande te has puesto niña. En esta casa ya todos me pasaron de estatura.”
Estaba muy apurada como siempre tratando de decorar el pastel. No le dije nada, pero estoy segura de que la muñequita de azúcar no le va a gustar a Lucía. Maite y yo le presentamos a Sofy que saludaba a Diego desde la ventana.
“Ahí vamos,” le gritó Maite que también se sabía el camino. Prácticamente habíamos crecido ahí. Antes de despedirnos Rosita nos preguntó:
“¿Dónde se han estado escondiendo? Ya no vienen nuca a la casa.”
No quise decirle que yo tampoco sabía. Cuando regresamos de las vacaciones de Navidad, el año pasado, Lucía nos empezó a evitar: dejó de invitarme a comer a su casa los viernes y de escribirme el fin de semana. Hasta dejó de subir Tik Toks con su perro. No sé qué pasó, de repente era diferente. Empezó a salir a todas partes con los amigos de Alberto, su primo grande y yo creo que le daba pena llevarnos.
Espero que después de verme en la otra fiesta, cambie de parecer y vuelva a ser mi amiga. Nunca me hubiera imaginado lo que me estaba doliendo haberla perdido. A Maite ni le toco el tema, ella sólo vino por Diego.
“A mí me vale si no volvemos a hablar. Es una presumida, sangrona y bully.”
Yo creo que exagera, Lucía podía hacer bromas pesadas a veces y Maite es demasiado sensible. Últimamente, todo le molesta más.
Había mucha gente que yo nunca había visto en la casa: además de todo noveno, también estaban algunos de décimo y muchos de los más grandes. Se me hizo extraño no ver a Alberto y a sus amigos, sabía que Salvador estaría con ellos. Maite no perdió tiempo y se fue a bailar con Diego. Sofia se empezó a hartar de tenerme que seguir mientras yo buscaba a Salvador por todos los rincones del jardín.
“Ya cálmate. Pareces una loca dando vueltas. Yo tengo hambre, los niños se van a acabar la pizza que me gusta y tú sólo estás arruinando los tacones en el pasto.”
“No te preocupes Sofy, conozco esta casa como la palma de mi mano. Ve a comer algo y ahorita te alcanzo.”
“Ya me dijiste varias veces, pero después de la fiesta pasada creo que deberíamos quedarnos juntas.”
Al final la convencí de que se fuera por pizza mientras yo me quedaba platicando con una de las primas menores. Aidé era tres años más chica y siempre andaba persiguiendo a Lucía.
Era obvio que Aidé la idolatraba, pero a ella le hartaba:
“Mis papás no entienden que sí la quiero muchísimo, pero ya soy grande y me aburre.”
A mí me caía re bien.
Le encantaba copiar a Lucía en todo y estaba segura de que hoy se había escondido para maquillarse.
“Le robé los tacones a mi prima,” se atrevió a decirme.
“¿No te da miedo que se enoje?” Sé cuánto cuida su ropa Lucía. También sé que de toda la familia Aidé es la más atrevida.
“Esa es la peor de todos, no le tiene miedo ni al diablo,” decía Alberto de ella.
Muy segura como siempre me contestó: “No Xime, no creo que se dé cuenta, está con mi hermano y sus amigos en la alberca. Yo ni me acerco, seguro están tomando.”
“¿Te refieres a la salita, junto al ping pong?”
“Si, Xime. Ah, Sabina también está con ellos.”
¿Sabina? ¿Desde cuándo se volvieron a ver? Tal vez nunca se dejaron de hablar y Lucía no me dijo nada. Con eso de que anda de secretiva. ¿Por qué Aidé hablaba de ella con tanta confianza? ¿Será que siguieron siendo muy amigas?
Por una parte, era lógico que Lucía no me hubiera dicho nada. Después de que Sabina dejó la escuela, nuestros papás nos dejaron claro que no era buena influencia. Mi mamá tiene el tino de preguntarme por ella cada vez que doy like a su Instagram.
“Corazón, ¿sabes algo de Sabina?”
“No, Ma. Sólo veo sus fotos.”
“Te pregunto porque a veces pienso en ella.”
“¿Tú piensas en ella?”
“Si corazón, a veces.”
“¿Por lo de las fotos?”
“Si, me parece horrible como la tratamos... todos. Estuve hablando con Teté para pedirle permiso de llevar a Maite a la fiesta. Es una mujer inteligente.”
“Yo sé, su clase de Historia es mi favorita.”
“En retrospectiva, creo que estábamos mal en echarle la culpa a Sabina de lo que pasó.”
“No entiendo, Ma. ¿Crees que no fue su culpa mandar los nudes?”
“Mmm... es difícil explicarlo. Creo que se expuso cuándo no hizo caso de las miles de veces que les advertimos sobre los riesgos del celular.”
“Entonces, sí crees que fue su culpa.”
“Nunca dije eso y no me alces los ojos. Creo que en realidad fue culpa de los adultos.”
“¿De sus papás?”
“No sólo de sus papás, sino de todos nosotros que damos explicaciones a medias, que constantemente cuestionamos a las mujeres y disculpamos a los hombres por las mismas cosas.”
“¿Como le pasó a Maite, en la fiesta?”
“Sí corazón, así.”
Hace años que no veía a Sabina y con más ganas me animé a buscarlas. Sabía bien dónde estaban. Junto a la alberca hay un cuarto de juegos, que Alberto usaba para esconderse a tomar con sus amigos en las posadas. Nosotras teníamos prohibido estar con ellos, pero sí Lucía y Sabina estaban ahí, no creí que hubiera problema conmigo. Estaba tan emocionada que olvidé mi promesa de avisarle a Sofy dónde andaba.
La música se oía desde afuera, la puerta estaba entreabierta y la luz de la entrada apenas prendida. Esta vez, el cuarto se me hizo muy diferente de las otras que había entrado, siempre de día y con Lucía. En la misma barra en la que nos parábamos a cantar había un montón de vasos rojos encima. Estaban todos los de siempre tomando juntos. Nadie se quejó esta vez de que estuviera con ellos.
Alberto y sus amigos jugaban a los shots en la mesa de ping pong con las niñas de onceavo. Más adelante, al fondo, seguía la vieja salita de televisión. Como las luces estaban apagadas apenas podía ver los sillones viejos que alguna vez manchamos de helado. Podía sentir mi corazón, pero seguí de frente. Me moría de curiosidad.
Uno de los borrachos volteó a decirme: “¿quieres?” y me acercó un inmenso vaso de plástico a la boca. No esperaba el sabor a sal de la orilla y se lo hice a un lado tan brusco que casi lo tiro. Hasta entonces noté a las parejas que estaban en los sillones. Me quedé viendo el cuarto sin moverme. No se veía claro, pero sentía que algo estaba pasando. Algo que quería ver. Igual que el día que pasamos con el coche un accidente y por más que me advirtieron, no pude dejar de ver los pedazos del atropellado con mucho cuidado.
En todas las veces que había estado ahí, nunca había visto los cuadros. No sé porque esta vez les puse tanta atención. En el centro estaba una pintura con perros de diferentes razas jugando a las cartas. ¿Cómo no la había notado antes? No dejaba de verlo porque temía bajar la vista. Al lado había otra pintura horrorosa y oscura de unos pájaros muertos que apenas se distinguía con la poca luz que llegaba de las ventanas. La música y los gritos junto a la mesa de ping pong hacían imposible que se escuchara otra cosa.
También noté que había un olor raro. Era parecido a lo que huelen las paredes del baño cuando el vapor de la regadera empaña los vidrios. Estaba paralizada con una sensación que era al mismo tiempo miedo y emoción.
Cuando me hice de valor empecé a sondear el cuarto hasta que me topé con media silueta iluminada. La conocía de memoria, era Lucía. Estaba recostada en el sillón más grande, alguien encima de ella tapaba su cara a besos. Me fijé muy bien cómo él levantaba poco a poco su vestido y tocaba sus piernas. Entonces, me pegué a la pared para que la sombra me tapara, no alcanzaba a verla bien y el espectáculo de la pareja que tenía enfrente me distraía.
¿Estará bien? Noté que no se movía con el mismo entusiasmo que la vecina de sillón, la niña jalaba a su novio de la corbata y se alcanzaba a oír su risa. Lucía en cambio, tenía los ojos cerrados y movía la cara de lado a lado mientras él le besaba el cuello. ¿Habrá tomado? Con tantos vasos en el piso, ¿cómo saber?
Aunque me tapé la mitad de la cara, alcancé a ver claramente todo el rato que me quedé mirando. De repente, Lucía soltó un chillido raro y en mi espanto tiré el celular. Me quedé congelada, ni siquiera me atreví a recogerlo del piso. El niño con el que estaba separó su cara y al voltear hacia la mesa donde todos los demás jugaban, pude verlo bien.
Era Salvador.






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