Primera parte: Ximena. Capítulo I El Ivy
- Gabriela Martínez Ulloa

- 25 ago
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 15 sept
Aquí todo mundo sabe quién es quién y algunos somos nadie, pero en cualquier momento las cosas pueden cambiar. Hay dos lugares en la escuela que me dan más miedo. El primero empieza en la puerta.
Cuando oigo que se azota la reja, se me aprieta el estómago y me dan ganas de gritar porque el Ivy se convierte en una pequeña isla desierta. Sé perfectamente que abrirá de nuevo a las tres y de todas formas me choca la idea de sentirme atrapada. Siempre he sido miedosa.
Mis papás no entienden cómo siendo la más grande, soy la única que se sigue pasando en la noche a su cama. Pero es que a veces me da un miedo terrible. Mi cuarto da a la calle. Papá dice de broma que es para que me asome a las serenatas, pero yo lo odio.
Es tan fácil entrar. Justo afuera crece un roble que no podan hace años y las ramas que llegan a mi balcón cada vez son más gruesas. Cuando no puedo dormir del miedo y para tranquilizarme repaso mi ruta de escape. Otras veces, sueño que alguien entra a mi cuarto y yo me quedo inmóvil, sin poder gritar o salir corriendo. Siento que me meten en una bolsa y me sacan por la ventana.
Hace poco, mi mamá me dejó esperando en el coche en lo que entregaba un regalo. Nunca me había quedado sola tanto tiempo. ¿Si pasa algo, si viene alguien, qué voy a hacer? Empecé a pensar todas las historias que me sabía de niñas muertas: la que había sido acuchillada por el novio afuera de la secundaria, la vecina que se robó a una chiquita para “regalársela” a su novio y la que acababan de tirar en un tinaco la semana pasada. Lo que más miedo me da es quedarme paralizada. Se siente horrible tener tanto miedo que no puedes ni hablar.
Lo que sigue es el larguísimo desfile que ven desde arriba los alumnos que llegan en coche y entran directo al patio. Yo, escondo la vista y me concentro en el par de zapatos nuevos que llevo. Cabe mencionar, son la única parte de mi ropa que no me da pena. Por lo demás, es notorio que a mis padres les da exactamente igual dejarme salir de casa con cosas baratas. Hoy espero que sean suficiente distracción.
También estreno calcetines del super.
Hace unos días, antes de entrar a noveno, mi mamá apareció con una gran sonrisa. Ese gesto lo conozco bien, estaba orgullosa de algo que me quería mostrar. Puestos sobre la cama, como en las fotos de gente que vende su ropa por internet estaban cuatro conjuntos. Se alcanzaban a distinguir todas las etiquetas.
“Si algo no te queda, lo podemos cambiar.”
¿Si algo no me queda? ¡Qué tal si no me gusta! Muy emocionada empezó a medirme por fuera la ropa y a explicarme cómo podía armar diferentes combinaciones.
“Cuando tenía tu edad, estaba de moda la ropa fosforescente.”
No tuve corazón para decirle la verdad. Hace poco le conté que se burlaban mucho del chaleco que me había tejido.
El idiota de Benjamín siempre anda hablando de marcas, probablemente para que la gente no se fije en la cara de nopal que tiene.
Un día en el laboratorio, estábamos haciendo fila para que nos firmaran la práctica, cuando empezó a reírse:
“¿Dónde compras tu ropa... en el refugio para migrantes?”
Todos los que alcanzaron a oír se rieron. Incluso, Miss Gaby que alzó los ojos para luego mover la cabeza de un lado a otro.
“Y tú, ¿qué contestaste?”
“Pues nada Ma, que iba a contestar. Yo quería que pasara rápido para que nadie se acordara.”
“Pues si no te defiendes, ¿cómo te van a dejar de molestar?”
“Tú nunca entiendes. No sabes lo que se siente ser yo. Todo mundo va con marcas a la escuela y yo llego con chalecos tejidos de mi mamá. Es horrible. Me da vergüenza.”
Mamá me escuchó atenta, los ojos se le nublaron de rabia y luego le escurrieron lágrimas muy tristes, caminó hacia su cuarto y me dijo: “qué crueles pueden ser los adolescentes.”
En el complicado camino, estrecho y empinado, hay que poner mucho cuidado de no tropezar. Las piedras de los escalones están todas chuecas, porque el pasto las empuja a los lados. No hay un solo riel para recargarse en todo el trayecto y no sé qué hacer con las manos. Me vería mejor con una en el bolsillo. Tal vez, no sé. Qué horror imaginar cómo me veo. Llevo las manos enfrente y me concentro en que se vean relajadas. En ocasiones me cacho cerrándolas en un puño.
Una vez alcanzado el nivel de arriba, el pasillo rodea las canchas verdes donde ensayan las porristas. Es enero y no tardan en anunciar las audiciones. Enfrente de mí, dos niñas de onceavo parecen ir por la pasarela. Son Vale Fenton y su mejor amiga Ana Pau. Platican, mientras ven un teléfono. Vale no se detiene un minuto, para voltear a buscar su bolsa. Caminan campantes, mientras yo me vengo tropezando.
Ana Paula es la tercera generación de Arteagas en la escuela. Todos sus primos están aquí. Sus padres encabezan la junta directiva y su guapísimo hermano Rubén es novio de Alexa. Toda la escuela sabe que le pidió en Navidad. Me encanta como se viste. Trae puesta una bomber de cuero azul marino y unos lentes que a leguas se ven carísimos.
Vale es hija única y famosa por estar involucrada en todos los comités posibles. Una encuesta que aparece misteriosamente cada junio, para aterrorizar a toda la prepa, la nombró fomo del año.
Lleva la sudadera de la escuela y leggins Lulu Lemon. Siento un respiro cada que la veo, tomamos la elective de dibujo juntas y seguido me dice que le encantan mis diseños. Justo cuando saca su teléfono, Vale me ve y sonríe, linda como de costumbre:
“Hola Xime: Nos vemos en la elective.”
“Buenos días.”
Al oírme, ambas se paran en seco para decirse una a la otra: “buenos días, Vale,” “buenos días, Paus,” al mismo tiempo que Ana Pau coloca un lápiz en su oreja y las dos se mueren de risa.
¿Buenos días? ¿Qué me pasa? ¿Dónde creo que estoy? Hola, se dice hola…
En el interminable trayecto para llegar a mi salón los que vienen detrás tienen el mal gusto de hacer bromas y comentarios vulgares sobre lo que ven enfrente. Yo siempre cuido colgarme la mochila de manera estratégica. Aunque debo reconocer que cargarla a todas partes fue una pésima idea, pues dio pie a algunas personas para inventarme toda clase de apodos crueles. Cuánto gusto me dio el día en que uno de los gemelos pelirrojos se partió la barba justo por sus comentarios horrorosos.
Laisha Wilson es famosa por su trasero y creo que la pobre lo lamenta. A veces pienso que muchas hacen lo que yo y tratan de esconderse en la ropa. Ese día llevaba unos pants muy holgados, pero la pobre escogió muy mal el color: rojo. Sí, rojo como de Santa Claus. Imagínate tú si no se iba a ver desde kilómetros. El par de hermanos apenas empezaba a subir cuando uno de los dos alcanzó a verla más adelante. Corriente y nefasto como siempre, gritó con tono de vendedor del mercado: “¡Sabrosas manzanas!”
Nadie se rio. Todos volteamos a ver a Laisha. Ella, que era una de las niñas más altas de la escuela, se paró y dejamos de avanzar. Bajó la vista para alcanzarle la mirada y tomó una pausa para respirar profundo. Por un momento pensé que seguiría de frente. A mí se me traba la lengua de coraje siempre que la necesito.
Laisha, con toda la calma del mundo se cambió la mochila al lado izquierdo y buscó el cierre con cuidado. Rascó con paciencia hasta el fondo mientras el resto no dejábamos de mirar. Y de repente le lanzó un estuche transparente lleno de plumones con tal fuerza que hizo que perdiera el balance. Todos los que estábamos en la escalera nos moríamos de risa y alguno que otro la felicitó por la buena puntería. Hoy, el gemelo viene muy concentrado caminando junto a mí, lleva la cara parchada que trata de tapar con su hoodie.
Me sorprendió que no castigaran a Laisha. Sofy me contó que su hermano, que va en doceavo le dijo que varias de sus amigas ya se habían ido a quejar con Miss Nat. Las niñas le tenemos mucha confianza porque dicen que no hace preguntas incómodas o ridículas cuando acusan a los niños.
Los gemelos ya estaban advertidos al punto de la expulsión, por eso el tonto no tuvo más remedio que decirles a sus papás que venía distraído. Yo le dije a Maite que claro que vi a dos maestras de guardia en el patio, además de todos los que subíamos con ellos, pero al parecer nadie vio nada.
Antes de llegar a mi salón, cruzo el patio y tengo que pasar por el pequeño semicírculo de gradas donde se sientan todos los que quieren ser vistos. A este lugar le dicen “El trono”. Esta es la última parada del desfile y la parte más difícil. Sólo los mayores se sientan aquí. Los onceavos ocupan las mesas bajo el roble y parte de las jardineras. A los décimos nadie los considera por ser la generación más pequeña y los novenos somos llamados “espermatozoarios”.
Durante el primer recreo a Sofy, Maite y otros de noveno se les ocurrió sentarse en el trono. Las burlas de los más grandes se escuchaban desde que iban bajando al patio para llegar a tronarles los dedos y pedirles de manera “muy amable” que se fueran. Nunca más lo han intentado por lo que no sé cuál sería su manera “poco amable.”
Paso por ahí tranquila. Están casi vacías, pero antes de llegar a los salones recargado junto a las jardineras, veo a Salvador Prest Galarraga.
Su nombre les debe decir todo.





Me encanta y me veo de adolescente en esta historia.