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Dos mujeres.

  • Foto del escritor: Gabriela Martínez Ulloa
    Gabriela Martínez Ulloa
  • 3 ene 2023
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 24 mar 2023

Dos mujeres



Miles son las horas que siente el ahogado antes de morir, así mis viajes en coche a la oficina. Los lunes son los días más pesados. La inmensa taza de cerámica hermética que contiene el brebaje de mi despertar es un consuelo. Grandes acompañantes también son los podcasts y audiolibros. Hoy no. El cable con el que conecto mi teléfono al coche fue derruido por Lukas mi gato ayer en la tarde en castigo por salir al cine y dejarlo en casa.


El ruido estático de la radio cambia de la voz del noticiero a la variedad musical de la mañana sin lograr captar mi atención. Manejo en piloto automático por el Periférico de la ciudad y sólo vuelvo en mí para asomar el tag y poder subir al segundo piso. Inmediatamente después, a varios metros mortales de altura con un peralte calculado para Fitipaldi, donde todos circulamos mucho más rápido de lo estipulado, vuelvo al modo automático.


Esta manera tan riesgosa de manejar, pienso yo, debe ser la metodología preferida de los choferes de las grandes ciudades. Escapar del cuerpo y refugiar tu ser en un espacio diferente del presente resulta una actividad maravillosa para reposar el alma durante la enloquecedora labor de conducir todos los días en el tráfico de la ciudad. Por lo general esta rutina es ininterrumpida hasta bajar a la altura de Avenida Barranca del Muerto, que como su nombre indica es tierra violenta y momento de volver al presente para evitar un accidente.


Hoy ni la turba caliente de transeúntes, unos a pie y los más peligrosos en coche me logran despertar de mi sopor. El diálogo interno que sostengo con uno de mis hermanos es demasiado intenso para ser silenciado. Los labios se sienten invitados como de costumbre y empiezo a hablar sola modulando las diferentes voces de los interlocutores en mi telenovela personal.


— Es necesario desconectar a Mamá.


— ¿Y quién va a decírselo a Papá? ¿Tu?


— Yo ya no puedo ver como se pudre en la cama, llagada, con los pañales sucios y la boca llena de aftas. Papá no la puede cuidar bien solo.


— ¿Crees que no lo sé? Yo soy la única que lo ayuda.


— Siempre haciéndote la mártir.


Así mientras manejo, voy construyendo un diálogo que lejos de dar paz a mi mente esculpe los pequeños detalles en el cuerpo de mi angustia. Los escenarios suelen ser de poca variedad y siempre están intrínsecamente conectados a mis vulnerabilidades más dolorosas.


Inseguridad # 1. El papel que tengo dentro de la descendencia de mis padres. Especialmente desde que mis hermanos tienen su propia familia nuclear. Estas recreaciones incluyen comúnmente confrontaciones personales y reclamos indistintos.


Inseguridad # 2. Síndrome de impostora. Constantemente siento en el trabajo que en cualquier momento alguien se dará cuenta que no tengo las capacidades que se relacionan con mi puesto y me avergüenzo al reconocer la suerte en mi camino. Mi ansiedad se refleja mejor en ficticias escenas laborales donde resuelvo conflictos imperativos y sorprendo con mi sapiencia.


Inseguridad # 3. Los hombres. Mi padre, mis hermanos, los compañeros de trabajo y por supuesto todas mis parejas en las que un patrón de reglas arbitrarias establecidos por viejos hombres regula la mayoría de las interacciones. Los conflictos se resimbolizan en mi mente en una variedad de diálogos imaginarios con finales emasculantes para mis contrapartes.


Hoy elaboro en la primera. La relación con mis hermanos se trenza con espinas y el prolongar de un cáncer en la uretra de nuestra madre ha pavimentado un Via crucis largo que en ocasiones me hace desear la muerte. Si no fuera por la energía que me da la rabia contenida ya hubiera cedido a las insinuaciones del más allá.


Durante un semáforo especialmente largo volteo a mi izquierda para distraerme con el paisaje citadino. Si bien no es acogedor, la pobreza de las calles es tan frecuente que el dolor ajeno me resulta indiferente. Mientras escaneo el panorama usual de hambre y prisa que corre por la calle, un camión de pasajeros me tapa la vista a la banqueta y en un momento de conciencia, la veo. Sus ojos se conectan con los míos de una manera casi impúdica por la distancia de nuestros conoceres. Aún así, le sostengo la mirada los minutos que la luz tarda en cambiar a verde.


Siento que tengo todo el tiempo del mundo para observarla. Es joven, unos buenos años más que yo. Me imagino que irá a la escuela, pero no veo ningún uniforme, por lo que puedo estar equivocada. El camión en el que viaja no es escolar, aunque bien podría ser universitaria y abraza una mochila que me recuerda a la que yo llevaba al colegio. Me imagino su día lleno de clases estimulantes con profesores interesantes y diálogos acalorados con sus compañeres. Lleva unos enormes audífonos con orejas de gato que me hacen pensar que tal vez comparta el carácter travieso y caprichoso de mi Lukas. Será radical, seguro. Como todos los jóvenes debe tener la esperanza de cambiar el mundo de su padres. La envidia me corroe de pensar en la cantidad de oportunidades y aventuras que tendrá en su vida. Podrá disfrutar de muchas libertades que mi generación no tuvo. Seguro ha sabido negociar las restricciones costumbristas y puede enfrentar con valor a la dictadura del patriarcado. Trato de adivinar qué estará oyendo. Tal vez música, reggaeton o algo parecido. A la mejor escucha un podcast, esos de misterio que las becarias de la oficina se recomiendan a menudo. Me pregunto si tendrá novio. Debe ser muy guapo, pues ella es hermosa, aunque probablemente no lo sepa porque usa demasiado maquillaje, especialmente en los ojos que atrapan mi atención. Delineados con un grueso lapíz negro, me invitan a envisionar los caminos manchados que recorrerán sus mejillas cuando llore. Como una ráfaga de fotos, las memorias traspoladas de las posibles cosas que la harán llorar me conmueven. Seguro la harán más fuerte, pienso. Espero que forje la resiliencia para adaptarse a la complejidad de la vida y se encuentre con personas que construyan en su camino.


La chica también me ve intensamente sin cambiar su expresión tácita. ¿Estará adivinando el dolor por el que atravieso, mi falta de sueño y de inspiración? Sentirá lástima probablemente. Tal vez ha notado mi carro. ¿Se imaginará que dirijo una empresa? ¿Podría ésto motivar sus sueños? Me imagino que sería una buena influencia para ella. Le explicaría cómo es imposible comprender a los demás y por qué resulta innecesario; acompañaría sus duelos de amor con historias proverbiales y siempre la escucharía más de lo que yo hablara. Seriamos muy cercanas.


La luz del semáforo anuncia la partida y me veo forzada a separar la mirada para seguir mi camino. No hay espacio para las despedidas, manejo con prisa a la oficina para poder salir temprano y llegar a la hora de la diálisis a ayudar a mi padres. Sigo el resto de mi travesía con el pecho más ligero y una sonrisa que me levanta la cara de un lado. Me reconozco satisfecha con la breve interacción, segura de que el sentimiento me acompañará un buen rato. El resto del trayecto sueño con mejores días.



1 comentario

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Alicia Rios
Alicia Rios
20 ene 2023

Felicidades por esta nueva etapa en tu vida, eres una mujer admirable !!

Te deseo mucha suerte, aunque para serte honesta no creo la necesites, estoy segura tendrás mucho éxito !!🤗

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©2022 por Gabriela Martínez Ulloa Torres

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