Para Luisa, relato de una joven mamá
- Gabriela Martínez Ulloa
- 31 ene 2023
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 24 mar 2023
Edición: Guadalupe Torres y Ángeles Islas
Estoy sentada enfrente de la cuna viendo a la bebé. Es muy raro, sé que salió de mi cuerpo, pero no siento que sea mía. Se suelta llorando y mis bubis empiezan a chorrear un líquido caliente que me da ganas de vomitar. Me duele el alma de pensar que ya no soy dueña de mi cuerpo. La tomo con mucho cuidado y la acerco muy lento a mi pecho cansado. Aún tan pequeña, ella sabe qué hacer. Se pega a mí y empieza a chuparme con tanta fuerza que me da coraje. Hace que mi cuerpo llore cuando de mi pezón agrietado sale un hilo rojo que dibuja mi tristeza. Mi mamá entra al cuarto quejándose no sé de qué, para dejar la ropita limpia y las cosas del baño. Me da una lista de instrucciones y mientras ella habla y habla yo dejo la mirada en blanco como si fuera de piedra para evitar subir los ojos y empezar a pelear una vez más. Me quiebra la tristeza cada vez que escucho sus reclamos.
La bebé, en cambio, no disimula estarla pasando de maravilla. Alcanzo a escuchar como suerbe con gusto, mientras de su pequeña boquita se escurre una sonrisita. No parece cansarse de vaciar un pecho y regresar al otro y se comporta como si fuera mi dueña. Su manita se envuelva en mi pulgar y todos los pequños deditos me alcanzan abrazar. Lo que más me asusta es lo débil que es. Vivo aterrada de hacerle daño y me resisto a bañarla sola. Sé que sí por un momento la apretara un poquito más fuerte, la podría lastimar. Ella en cambio, entiende nuestra relación mejor que yo. Quiere estar cerca de mí todo el tiempo y a veces cuando la abrazo siento que busca enseñarme que llevamos la misma piel. Pero yo no logro acortar la distancia que me separa de ella. Ya llevo muchos meses buscando ese instinto que dicen existe en todas las mujeres. ¿Será porque aún me siento niña, qué no lo puedo encontrar? ¿Será porque yo todavía necesito a mi mamá?
Ella chupa con tanta fuerza se me sale una lágrima que rueda por su cabecita pelona. La sigo mientras se desliza por el puente de sus ojitos cerrados para luego desviarse por esa pequeña escusa de nariz y resbalar por unos cachetes reventados de salúd. A ella, no parece molestarle. Debí preparar mis pezones como me aconsejaron en las clases prenatales. Hubo otros muchos otros consejos que no seguí, tal vez porque me molestaba su entusiasmo. El curso fue largo y tedioso. Especialmente difícil para mí, porque las otras mujeres estaban acompañadas de sus parejas. Yo iba con mi mamá, la cual cada vez que los instructores decían algo que le parecía incorrecto secreteaba a mi oído que eran unos pendejos. Ella no entiende por qué el doctor insistía en que perdiéramos el tiempo en vez de estar trabajando para pagar los gastos del bebé. Yo dejé el ultimo año de la preparatoria incompleto, desperdiciando la beca que tenía y estuve ayudando en la tienda de mis tíos hasta el día que se me rompió la fuente.
Mis bubis que antes tenían los pezones rosados han crecido como montes irregulares y siento bolas espesas que se atoran cada vez más duras. La piel me pica de seca y empiezo a perder cabello. Mi cuerpo está irreconocible; todo lo que se hinchó en el embarazo, ahora me cuelga como piel muerta. No puedo verme en el espejo. Limpio la herida en mi panza sin verla, porque tengo terror de la gruesa cicatriz que atraviesa mi pelvis. Ya no me reconozco. Me siento horrible, incluso más que antes, duermo sin descansar y todo el tiempo quiero llorar. Siento que fui hechizada y ahora vivo en un mundo que no es el mío. La niña no me da chance ni un minuto, todo el tiempo tengo que preparar sus cosas, limpiar cacas y darle de comer. Nunca imaginé que fuera tan cansado, pero ella me demanda a gritos un amor que no le puedo dar y a cambio, la atiendo como una esclava que está condenada.
Por fin, se queda dormida. Su boquita caliente sigue pegada a mí y unas cuantas pestañas cierran sus párpados hinchados. Apenas se dibujan las cejas y por nariz tiene un pequeño bulto apachurrado. Sus orejas son perfectas, igual que sus manitas que tienen unas uñas diminutas, exquisitas como toda ella. Meto mi pulgar en su boca para separarla con cuidado y la acuesto en la cuna boca arriba. Ya me ha advertido mi mamá que es importante que la haga eructar antes volverla a recostar. Pero yo cuento los segundos para separarla de mi cuerpo, porque sé que yo no lo tengo lo que ella necesita y esa es la causa de mi tristeza ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué tengo mal?
Veo que está descansando, pues avienta sus bracitos rechonchos para arriba. Yo, a pesar de estar exahusta, no puedo dejarla de observa. Hace bolita su cuerpo, como buscando protección. Después dobla ambas piernitas y descubro que están hechas de una abultada piel deliciosa. Antes de quedarse inmóvil, retuerce sus perfectos pies y acerca un puñito a la cara para meterse un dedo en la boca. Tiene una piel preciosa y reconozco esta belleza por todas partes. La visto con lindos mamelucos rosados y le pongo perfume para bebé cuando le peino sus tres pelos parados, tratando de imitar el chino que le hacían en el hospital. Su respiración es constante y tranquila. Es tan linda cuando duerme, que me logra enternecer y hace que me sienta aún más culpable, pues yo lo que quiero es salir corriendo. Lo que en verdad más deseo es cerrar los ojos y darme cuenta que estoy en un mal sueño. Me atormento pensando en cómo dejé que esto pasara y en algún momento, caigo desmayada de cansancio.
No sé cuánto tiempo ha pasado y mi madre está de regreso en el cuarto. La niña lleva llorando un rato y yo apenas alcanzo a despertar. La saca de la cuna con seguridad y la envuelve en su colchita rosa de princesa. A mí me causa angustia ver que la aprieta tanto, pero la niña parece fascinada; abre lo más que puede sus ojitos hinchados y deja de llorar. Le extiende los brazos con su sonrisa y mi madre recarga la carita en su hombro y la huele con largas bocanadas de aire. Pareciera que quiere llenar su cuerpo de ese mágico olor que ha embrujado a todos en la familia. Observo a mi madre con detalle mientras la mece de un lado a otro y veo a una extraña. Y no me refiero a mi hija, sino a mi mamá que muestra un cariño que yo ya no me merezco. ¿Porqué parece haber tanto amor del que yo me siento desplazada? Desde que me embaracé, mi mamá sólo me dirige la voz para corregirme. Me queda muy claro que la he desilusionado y el castigo de su desprecio me erosiona los huesos. Ya no existe nungún afecto para mí. Ahora todo es la niña con la que bota a carcajadas cada que hace una cara nueva, o se echa un pedo. Ellas dos se dan un cariño mutuo del que yo no alcanzo a participar. Estaría celosa si no fuera porque ya no puedo sentir nada.
La bebé suelta un eructo espantoso, digno de un marinero pirata y se deja caer con gusto en brazos de la abuela. Mi mamá me voltea a ver y levanta los ojos, mientras menea la cabeza dejándome clara su crítica. Yo le sostengo la mirada y busco sus ojos en señal de pleito. Ella me mira con detenimiento, como hace meses que no lo hace y después de un largo instante, ambas dejamos escurrir las lágrimas cuando alcanzamos a reconocer la cara de miedo de la otra. Con una voz que siempre es capaz de calmarme, sonríe y me recuerda que todo estará bien. Al fin, siento que no estoy sola. Juntas cambiamos su pañal y preparamos las cosas para el baño. Me deja de doler el pecho y puedo descansar por un momento. Veinte minutos más tarde, la bebé empieza a llorar de nuevo.
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