Hablando de la canción de Shakira, una historia sobre las botas de Alicia.
- Gabriela Martínez Ulloa

- 1 feb 2023
- 15 Min. de lectura
Actualizado: 7 feb 2023
Las botas de Alicia
El closet del vestidor está que revienta y aun así no tengo nada que ponerme. Por fin voy a ver a Julián. Veinte años sin saber del amor de mi vida. ¿Seguirá teniendo esa sonrisa tan linda? La foto en su perfil actual de Facebook solo muestra la vista a las montañas desde su casa. Era tan guapo. Tenía los ojos miel y el cabello castaño. ¡Y qué cabello! Recuerdo cómo podía pasar horas pensando en su cara.
Ya decidí que voy a ponerme las botas de ante café. Sé que es un error comenzar un atuendo desde el calzado, pero necesito sentir la confianza que me da usarlas. Además, haberlas recuperado fue una proeza que se merece presumir.
Recuerdo el día que las compré. Salí temprano del trabajo y mientras caminaba al auto me iba mordiendo las uñas de ansiedad pensando en cómo iba a reclamarle a Ernesto, mi esposo, el no haberse acordado que era mi cumpleaños. Entiendo que estaba de viaje trabajando, pero no hacer ni una llamada me pareció un colmo. Incluso, pudo haber mandado unas flores, o al menos unas donas de Uber Eats. Total, que iba hablando sola, como de costumbre, practicando el pleito que después tendríamos mientras veía con interés los aparadores en la calle. Y ahí, en medio del invierno de mi descontento, iluminadas como algo celestial, aparecieron en el camino.
Hermosas botas de ante. Cuando las llamo cafés desmerezco la precisión con la que se debe hablar de su color. A simple vista, más que café son miel, pero ya de cerca uno puede notar que el cepillado de la piel hace que cambien de tonalidades y con la luz del sol su parte más alta alcanza el dorado. El par se cierra con una finísima cremallera interior escondida y un par de lazos las amarran, solo como decoración. Del tacón ni hablar. Es imposible caminar más de dos cuadras con ellas. Este es el tipo de zapatos que uno lleva a una ocasión donde sabe que pasará la mayor parte del tiempo sentada. Nunca volveré a cometer el error de llevar zapatillas de aguja a una boda. Decidí comprar las botas. De cualquier manera, no iba a caminar mucho con ellas, pues el ante no se puede usar en la calle por peligro a que se moje.
Muchos, pero muchos más pesos de los que me podía gastar costaron las mentadas botas. Recuerdo el dolor en el estómago mientras las cargaba a la tarjeta y el éxtasis de recibirlas en una bolsa preciosa. El resto del camino al coche empecé a fraguar cómo las iba a meter a la casa a escondidas para que Ernesto no las viera.
Estoy segura que le van a encantar a Julián. Siempre me decía lo mucho que le gustaba mi estilo para vestir. No puedo creer que todavía siento la misma emoción que el día que lo conocí. Yo tenía diecisiete y él unos meses más. Ahora ambos nos encaminamos a los años sin cuenta. Nunca nos hubiéramos conocido en la escuela porque yo iba con las monjitas del Motolinia y él a una escuela de puros hombres. La primera vez que nos vimos yo estaba con mi familia comprando helados después de misa. Me debatía entre el sabor naranja y el de pistache. Cabe decir que la heladería a la que me refiero no es cualquier cosa. Se trata de Chiandoni, un local en la colonia Nápoles que con los años se volvió una institución.
Mientras decidía cuál sabor elegiría, sentí unos ojos encima. Volteé rápidamente y me di cuenta que un chico me estaba mirando. No era muy alto y más que delgado estaba flaco. Pero sus ojos miel, tupidos de pestañas, bastaron para sentirme atrapada y su boquita carnosa me invitó a tener pensamientos pecaminosos. Al menos así los llamaban las monjitas de mi escuela. Unas semanas después sabría que se llamaba Julián.
Él trató de disimular que me veía escondiendo sus ojos en el piso. Yo sostuve la mirada un rato esperando a que levantara la suya, y nada. Llegamos al final de la fila y en las prisas ordené un sencillo helado de limón. No sé en qué estaba pensando. ¿Limón? De cualquier manera, estuvo fantástico. El resto de la tarde no pude hacer otra cosa que soñar despierta con el chico que me había volteado a ver.
El lunes en el colegio no hablé más que de eso con mis amigas. “Debe ser nuevo en la colonia o lo hubieras visto en misa antes”, me dijo mi amiga Vero. “Puede ser”, pensé. Animada por ella, en las clases más aburridas organizamos un plan para volverlo a ver. La gran maquinación básicamente consistía en que todas las amigas pusieran mucha atención en misa por si algún chico nuevo en la colonia aparecía. Esto ya de por si era práctica común entre nosotras. Además, tuve la firme intención de volver a la heladería las más veces posibles durante las siguientes semanas.
Dos semanas más tarde el plan se había probado muy ineficiente, por lo que empecé a resignarme a no volverlo a ver. Afortunadamente tenía en la mira la fiesta de cumpleaños de una compañera que, aunque no me caía tan bien era una consentida y organizaba unas pachangas sensacionales. La tercera semana dejé de rondar la heladería, porque estaba demasiado ocupada armando mi atuendo para el evento.
Una chica había traído al colegio una revista Tú con Yuri en la portada de donde tomamos inspiración. En el verano del 89 los colores fosforescentes eran imprescindibles al parecer. Yo decidí acompañar mi atuendo verde cerillo con chamarra y botas de piel negras. Me sentía confiada con mi elección. Las demás chicas optaron por modelos similares de faldas con olanes y camisas estructuradas por hombreras. Pero piel, sólo llevaba yo.
Los papás de una amiga nos llevaron a todas juntas después de arreglarnos durante horas en su casa. Llegamos en paquete de cinco a la fiesta. Al frente de la confiada formación en V iba mi amiga Claudia. La más guapa de todas y la más alta también. Las demás la seguimos como patitos por la fiesta hasta que encontramos un espacio junto a los refrescos donde decidimos estacionarnos. No tuvimos que decir nada para saber que ese sería el lugar de encuentro.
Las primeras en ser invitadas a bailar siempre eran Claudia y su hermana gemela que vestía un muy infantil vestido azul cielo. En realidad, no eran gemelas, eran cuatas, pero todas le decíamos “la gemela'', porque a nadie le caía bien. Yo me distraía con un vaso de refresco confiada en que no me quedaría esperando mucho tiempo cuando un chico me invitó a la pista. En realidad, no era pista de baile, solo era un espacio asignado en la sala de la casa y delimitado por largas filas de sillas de plástico y metal.
Confiada en mis habilidades como bailarina tomé algo de protagonismo en la pista. Claudia sería la más bonita, pero cuando yo bailaba la gente me veía a mí. Las chicas que estaban cerca comenzaron a imitar mis pasos mientras reíamos ante la imposibilidad de nuestras parejas de encontrar el ritmo. Rodeada de este inmenso placer que da bailar con confianza, lo ví entrar a la fiesta. Llegó solo y me sorprendió muchísimo porque pocos se atrevían a entrar a una fiesta de preparatoria sin acompañamiento emocional. Me sentí inmediatamente atraída por su confianza. Era momento de abandonar a mi pareja de baile para poder estar libre de hablar con él.
Diez minutos pasaron, como si hubieran sido horas, y nada que se acercaba. Así pasó casi toda la fiesta. Acostumbrados a verme bailar, otros chicos me invitaron a la pista, pero yo los rechacé a todos. La muy odiosa de Claudia tuvo a bien indicarme más tarde que esos “todos” a los que me refería sólo fueron dos. Aun así, no acostumbro desairar una invitación al baile.
Frustrada ante la situación, convoqué a mis amigas al baño para decidir cómo iba a proceder. La cursi y sangrona gemela, tuvo a bien remolinar mis inseguridades cuando opinó que de seguro yo no le había gustado tanto. “A lo mejor ni te recuerda”, remató la desdichada. Gracias a Dios también iba mi adorada Vero que esperó a que se fueran las otras para decirme que probablemente le daba pena acercarse. Yo le hacía mucho caso a sus consejos. No solo por ser mi mejor amiga, sino porque ella vivía con dos hermanos mayores y por lo tanto sabía mucho de hombres.
Qué lástima que Vero no esté aquí para ayudarme con mi atuendo. No pude comprar algo nuevo porque Ernesto empezó a vigilar mis tarjetas de crédito y ya habíamos tenido demasiados pleitos por mis continuas compras de ropa y accesorios. Eso sí, que tal el estúpido coche rojo que compró hace unos meses. Yo ocultaba mis botas para no causar pleitos mientras su carro estacionado en el garaje me sacaba úlceras estomacales. Lo malo de esconder mis compras es que luego no las encuentro de tan bien que lo hago.
Todavía no puedo creer que me haya casado con él. No sé en qué estaba pensando. La verdad es que después de Julián cualquiera hubiera sido igual. Esa tarde que lo vi en la fiesta, luego de haber rondado la heladería por semanas esperando verlo, decidí ir a buscarlo para iniciar una conversación. Lo peor que podía pasar es que no me pelara y ya no faltaba mucho para que mis papás pasaran por mí. Bendita la hora que decidí hacerle caso a Vero y me acerqué a hablar con él. No tuve más que decirle hola para iniciar una conversación que no paró hasta que me recogieron de la fiesta. Obviamente le di mi teléfono antes de partir.
En esa época no había más que vigilar como zopilote el teléfono y corretear a todos para que no ocuparan la línea. No había redes sociales donde investigar el quién, el cómo y el dónde de una persona. Así que esperé. Afortunadamente no fue mucho tiempo porque me llamó al día siguiente. En nuestra primera cita fuimos por helados a Chiandoni. ¡Qué felicidad! No hay nada más intoxicante que estar enamorada y ser correspondida locamente. Y que les digo de la calentura de la juventud que hace todo infinitamente más delicioso.
El año escolar restante, antes de que su familia se mudara de ciudad y nos dejáramos de ver, Julián me esperaba afuera de la escuela y me llevaba en su coche a casa; cosa que ponía verdes de celos a varias de mis amigas. Disfrutaba especialmente cuando Claudia hacía un comentario al respecto. “Seguro hoy tampoco te vas caminando con nosotras”. "Claro que no, yo tengo un novio que viene por mí", murmuraba entre dientes. Estaba feliz de hacerla retorcerse de coraje.
A Julián le encantaba verme en el uniforme de la escuela. Ojalá hubiera guardado uno. Más bien, ojalá todavía me quedará la talla seis. Imagino la cara de espantó que haría sí llegara hoy enfundada de colegiala. Al final, después de reír estoy seguro de que me haría sentir hermosa.
En una ocasión compré un disfraz de colegiala para sorprender al impávido de mi marido. Recuerdo la emoción anticipada y la satisfacción de sentirme capaz de hacer una travesura. Ernesto llegó a la casa después de un largo viaje y yo ya tenía todo preparado: una cena romántica, velas en la sala y unas copas de vino. En cuanto escuché la puerta, tomé un shot de tequila y me senté en la sala, discretamente iluminada entre las sombras.
Al entrar, lo primero que hizo fue prender la luz, lo que echó a perder todo el ambiente. Sin voltearme a ver preguntó por la cena y se encamino a la cocina. “Huele bien”, dijo antes de empezar a comer mi guiso directo de la cacerola con un tenedor. Entonces, le expliqué que la mesa estaba puesta para celebrar una ocasión especial, a ver si volteaba a notar el esfuerzo. Pero él continuó tragando como troglodita, así que de plano me paré y le llamé la atención para que me volteara a ver. No volví a repetirlo jamás. Sus risas al ver mi vestuario dejaron todo muy claro. Alcancé a subir las escaleras hasta el cuarto y mientras me cambiaba aún seguía oyendo sus carcajadas. “Ojalá te atragantes”, pensé.
Quedan veinte minutos para salir y yo aún no he decidido que ponerme. Mejor adelanto el maquillaje. Qué horror de cara. Las pobladas cejas que tenía a los diecisiete han desaparecido casi por completo y en su lugar finas líneas y no tan finas enmarcan mis ojos ahora. Fumar me ha dejado la boca arrugada y los dientes amarillentos. El cuello puede que sea lo peor. ¿Y si me pongo un sweater de tortuga? Pero con este calor es imposible. Debe ser algo fresco si no quiero sudar.
Un día me dijo Ernesto: “Ay Alicia, estás sudando como puerco'', el muy cabrón. “Qué me dices de Sarita, que en el picnic de la compañía sudaba como si la hubieran pasado por la manguera”, le contesté. ¡Ah verdad! Ahí sí que no se quejaba ni tantito. No solo era el sudor, la mujer no se había puesto desodorante ni en defensa propia y a él no parecía importarle. La disculpaba fácilmente por ser extranjera. Sarita tenía dos cosas a su favor: era güera y tonta. En México esto te puede llevar muy lejos, pero Sarita ya había escogido su destino. Lo supe el día que acompañé a Ernesto a la fiesta de Navidad.
Yo ya me imaginaba que había gato encerrado cuando el hombre hizo hasta lo imposible por desinvitarme de la cena. Pero yo estaba decidida. Llevé mi vestido rojo y lo ceñí con un grueso cinturón elástico que me lastimaba al sentarme. Afortunadamente, la primera hora, Ernesto y yo estuvimos platicando en la terraza con sus jefes. Entonces pensé que, tal vez, había sido mejor que no hubiera podido encontrar mis botas de ante para estrenarlas. Las busqué sin parar toda la semana, pero no las pude hallar por ninguna parte. Una vez sabiendo que permanecería parada la mayoría de la fiesta agradecí llevar unos zapatos más cómodos.
Un par de horas después vi a Sara entrando de lejos. Yo fumaba un cigarrillo tras otro en la terraza. Ernesto también estaba nervioso desde que llegamos y pedía al mesero tequilas en consecución. Yo no le quise decir nada. La última vez que le recordé lo mala copa que se ponía cuando tomaba discutimos horrible y de cualquier manera yo no iba a pelear. Bueno, no todavía. Necesitaba pruebas primero.
Ya tenía casi toda la historia armada. Había descubierto, después de mucho averiguar, que el infeliz de Ernesto no se había ido al último viaje solo. Últimamente el descarado salía, según él, a correr en las noches para hablar con alguien. ¡Por favor! quién le iba a creer al hombre más sedentario del mundo el cuento del ejercicio. Por más que corría, sus tenis nunca se desgastaron. Sabía a dónde iba porque un día decidí seguirlo para verlo parado afuera del Oxxo tomando una cerveza y platicando por teléfono.
No bastando con la inminente humillación, para mi gran infortunio, nada menos que a Claudia le había tocado verlo en el cine con alguien unas semanas antes. “Si odia ver películas”, le contesté dudando de su criterio. “Pues no la estaban viendo, que digamos”, me contestó la muy chistosa. Así que ya sabía que me estaba pintando el cuerno. Lo único que me faltaba averiguar era de quién se trataba. Yo tenía mis sospechas puestas en un par de secretarias que siempre lo llamaban cariño o corazón. Par de viejas resbalosas. Sarita aún no estaba en mi radar por pensar que era demasiado joven. Pero el día de la cena no tuve más que echarle un vistazo para saber que era ella.
Ernesto ya se había dado cuenta que yo sospechaba algo. De hecho, llegué a preguntárselo de frente en una ocasión. Él me contestó: “estás loca, ya sabes que a Claudia le encanta inventar cosas para molestarte”. Entonces pensé que tal vez estaba equivocada. Esta no era la única vez que había sospechado de su infidelidad, pero en las otras ocasiones después de un tiempo todo regresaba a la normalidad y no tenía cómo reclamarle. Un par de semanas antes de la cena llegué a la casa temprano y noté que su horroroso carrito rojo deportivo estaba estacionado en la entrada. No alcancé a meter la llave cuando él salió corriendo de la casa para apresurarme de nuevo a la calle. “Vamos a cenar”, me dijo. Esa noche fuimos a mi restaurante italiano favorito y él me puso mucha atención. Aproveché su buena disposición para sacarle una invitación a la fiesta de la compañía. Su actuación no me pareció convincente.
Ya en el evento aproveché todos mis poderes detectivescos para dar con la susodicha. Vero me aconsejó que no fuera a la cena. “No necesitas pruebas de infidelidad para dejarlo”, me dijo. “Aun así yo las quiero”, pensé. Después de todo, Vero tiene un magnífico matrimonio. ¿Qué va a saber de mi predicamento? Por eso llamé a Claudia que ya lleva dos divorcios y estaba lista a proveerme de todos los consejos necesarios para que la separación se condujera en los mejores términos. “Mejores para ti”, aclaró.
Al final no hizo falta tanta estrategia, pues el atuendo que llevaba la descarada me dejaba muy claro que Sarita quería que yo supiera que a ella era a quien buscaba. Peinada con un ridículo chongo para aparentar haber dejado la adolescencia hace un par de meses, Sarita caminaba con la confianza que le daba sentirse admirada por los hombres de la fiesta. Llevaba una indumentaria simple y por ello quiero decir un corto, apretado y escotado vestido; en resumen, un tubo. Pero eso no fue lo que llamó mi atención; fueron las botas.
Si, acompañando el sulipantroso atuendo, la chica llevaba botas de ante café. ¡Mis botas de ante café! “Las tuvo que haber sacado de mi casa”, pensé de inmediato. La cabeza me explotó de coraje. La infeliz no se había contentado con acostarse con mi marido, también tenía la desfachatez de robarse mis botas. “La voy a matar”, pensé de inmediato. Le clavé los ojos como un puñal, barriéndola de arriba a abajo. Tomé especial tiempo en observar las botas. Cuando subí el rostro nuestras miradas se encontraron. Era imposible que mi avistamiento le fuera desapercibido. Ella, a diferencia de lo que yo esperaba, me sostuvo la mirada abriendo unos inmensos ojos azules que desplegaban su belleza. Debajo de su pequeña nariz noté como ella comenzó a trazar una sonrisa burlona y no contenta, alzó la ceja para comunicarme su actitud desafiante.
Ernesto, que vio nuestra interacción, me tomó del brazo y amablemente me pidió que nos fuéramos con el pretexto de haber tomado demasiado. La extraña combinación entre la amabilidad de Ernesto y la atrevida mirada de Sarita hicieron que me desarmara por completo y accedí a dejar la fiesta. En el que me pareció un eterno camino hacia la salida por el salón no volví a subir la mirada ni para despedirme de los conocidos. Quería que me tragara la tierra. Lo único que pensaba era en regresar a casa. “Le hubiera hecho caso a Verito”, pensé en ese momento.
En cuanto nos acercamos al coche, Ernesto abrió su puerta para subirse, obviamente sin tener la delicadeza de abrirme a mi primero. Y ahí parada enfrente del horroroso carro rojo que tuvo a bien comprarse con el dinero de nuestras vacaciones, por fin exploté. Una esperaría que ante tal sentimiento le hubiera gritado o hubiera hecho un berrinche. Pero esta detonación no fue hacia el exterior como había tenido ya muchas otras. Esta vez el bombazo fue interno. Al menos es la única manera como puedo explicar lo que a continuación sucedió. Parada en el estacionamiento, el paradero de mis botas cobraba sentido: “Hijo de la chingada, seguro estaba con ella en la casa el día que me invitó a cenar”. Armada hasta los dientes con adrenalina y cortisol regresé decidida a la fiesta.
La emoción que corría por mis venas hizo que tuviera la sensación de atravesar el salón sin que mis pies tocaran el suelo. Con la mirada de una madre halcón identifiqué a mi presa de inmediato. Sarita estaba sentada en una de las mesas rodeada de señores panzones que se reían de sus ocurrencias. Sabía que no aguantaría parada. El desafío que imponían los tacones de mis botas no era para chamacas novicias que apenas habían dejado los tenis de la prepa.
Enfundada de adrenalina y confianza me acerqué a la mesa y me paré junto a ella. Uno de los señores, al verme, me ofreció su asiento. Sin parecer importarle mi presencia, Sarita siguió acaparando la atención de la mesa. Entonces, me enfilé un par de tequilas y proseguí a interrumpirla. “¿Si sabes quién soy yo?, le pregunté. Ella respondió altiva: “No, ¿debería saberlo?”. “Soy la esposa de Ernesto”, contesté. Como ella no parecía sentirse aludida especifiqué a voz pelada para que todos oyeran: “el señor con el que te estás acostando”. Ahora sí que logré obtener su atención. Aprovechando que pude sacarla de balance y antes de que me contestara alguna estupidez rematé: “a mi marido te lo puedes quedar, pero las botas me las llevo”. “Pero, ¿cómo?”, contestó sorprendida. Ni un minuto bastó para que le quedara muy claro cómo me las pensaba llevar. Cubierta por una furia infinita, la tome del chongo y azote su cara contra la mesa. Los señores que estaban sentados soltaron sonidos de horror, pero ninguno se atrevió a intervenir. No contenta con haberle reventado la nariz, jalé la silla donde estaba sentada para tirarla de espaldas al piso. El desafortunado atuendo que había escogido para esa noche no le permitía moverse y ponerse de pie. Una vez con sus patitas al aire, rápidamente le pude quitar mis botas.
El resto de la noche no lo recuerdo con precisión, pero alcancé a salir del salón con trofeo en mano y pedí un taxi a la casa. Ernesto, después de enterarse de lo sucedido, decidió no regresar. Los papeles del divorcio los mandé a casa de su madre, donde el muy mandilón decidió refugiarse. En cuanto lea los términos de la demanda esperó se dé cuenta que el castigo que le impuse a Sarita fue leve en comparación. Al final, creo que el culpable de todo es él.
Cuando le platico a mis amigas esta anécdota, más de una me pregunta si me arrepiento de mi conducta. La respuesta es no. Todavía siento una inmensa satisfacción cada vez que lo recuerdo. Más tarde, platicando con Vero analizamos los motivos por los que fui a la cena. Ahora pienso que para confrontar el fracaso de mi matrimonio necesitaba esa explosión. Las grandes amigas, aunque a veces no estén de acuerdo con nuestras decisiones, siempre nos acaban acompañando. Por eso sé que Vero estará conmigo durante toda esta nueva aventura que quiero emprender al ver de nuevo a Julián. Ella obviamente opina que es un error que corra a los brazos de otro hombre. También piensa que lo idealizo demasiado por ser un bonito recuerdo de mi juventud y que lo he convertido en una utopía con la que comparo a todos los hombres. Al final, esto es algo que tengo que vivir. Por eso decidí mejor hacerle caso a Claudia que me aconsejó sabiamente: “Nunca es demasiado pronto para perseguir tu felicidad”.
Ahora me apuro para terminar de vestirme y salir a buscarla.
¿Y tú, qué opinas?
0%¡Arriba el girl power!
0%Debería ir al psicólogo







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